El Evangelio, Lucas 21, 29-33 | Reflexión
La lectura diaria de la Biblia
Y Jesús les hizo esta comparación: «Miren lo que sucede con la higuera o con cualquier otro árbol. Cuando comienza a echar brotes, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el Reino de Dios está cerca. Les aseguro que no pasará esta generación hasta que se cumpla todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
Reflexión
REFLEXION: Jesús nos ofrece una parábola sencilla pero profunda: la higuera y los demás árboles. Nos invita a observar cómo, al brotar las hojas, sabemos que el verano está cerca. De igual manera, al ver ciertos acontecimientos en el mundo, debemos reconocer que el Reino de Dios está cerca. Este pasaje es un llamado a la vigilancia espiritual, a estar atentos a las señales de Dios en nuestra vida y en el mundo, y a mantenernos firmes en nuestra fe. Cuando Jesús dice que “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”, está subrayando la eternidad y la inmutabilidad de sus promesas. En un mundo lleno de cambios, incertidumbre y caos, esta afirmación nos llena de esperanza. La Palabra de Dios no solo es eterna, sino que también es el fundamento firme sobre el cual podemos construir nuestra vida.
La fe no es simplemente una creencia pasiva. Es un acto vivo de confianza y respuesta a Dios. En este contexto, las palabras de Jesús en este pasaje nos llaman a confiar en que, aunque todo a nuestro alrededor pueda parecer frágil o temporal, su plan para nosotros es firme, y su promesa de salvación es inquebrantable. “La vigilancia es ‘custodiar el corazón’ y Jesús nos exhorta a estar siempre en guardia, atentos a los signos de los tiempos”. Esta vigilancia no es un acto de temor, sino una actitud de esperanza activa. Es estar despiertos para reconocer las maravillas de Dios en nuestra vida cotidiana y prepararnos para su venida definitiva.
“Ama y haz lo que quieras, porque quien verdaderamente ama a Dios, vive en su voluntad”. Este amor a Dios es lo que nos permite interpretar correctamente los signos del Reino. En lugar de llenarnos de ansiedad por lo que sucede a nuestro alrededor, el amor nos lleva a confiar y a actuar según el propósito divino. ¿Qué significa esto en nuestra vida diaria? Significa que debemos vivir con una fe activa, no como espectadores pasivos de los acontecimientos del mundo, sino como participantes en la construcción del Reino de Dios. Cada acto de amor, cada momento de oración y cada decisión que tomamos para seguir a Cristo son señales de que el Reino ya está entre nosotros.
“La esperanza cristiana no es un optimismo superficial, sino una fuerza que nos permite mirar más allá de las dificultades y confiar en que Dios siempre tiene la última palabra”. Por eso, hoy te invito a preguntarte: ¿estoy atento a los signos de Dios en mi vida? ¿Reconozco su obra en los pequeños detalles, en las dificultades y en las alegrías? Jesús nos llama a abrir los ojos, a leer los signos de los tiempos y a confiar plenamente en su Palabra. Que esta reflexión te anime a vivir con esperanza y con la certeza de que, aunque el cielo y la tierra pasen, las promesas de Dios nunca fallarán. Vivamos vigilantes, firmes en la fe y con el corazón lleno de amor. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” ¿Cómo estás construyendo tu vida sobre la roca firme de la Palabra de Dios? ¡Es el momento de confiar plenamente en Él!
El Evangelio, Lucas 3, 1-6
1 El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene,
El Evangelio, Mateo 15, 29-37
29 Desde allí, Jesús llegó a orillas del mar de Galilea y, subiendo a la montaña, se sentó.
El Evangelio, Lucas 10, 21-24
En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: «¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! ¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!».